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Fueron los símbolos máximos de una época en la que pareció que todo era posible, una era que respiraba alcohol prohibido y foxtrot, en la que se empezó a forjar nuestra libertad, un tiempo de felicidad artificial entre el horror de la Primera Guerra Mundial y la barbarie de la Segunda en la que el mundo creyó que podría conseguirlo. Y también encarnaron el crash del 29, cuando el espejismo se rompió en mil pedazos y el mundo se precipitó al vacío. Pero Zelda Sayre (1900-1948) y Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), Scott y Zelda, son mucho más que eso, más que la Generación Perdida; representan el mito de la pasión y del desamor, de la literatura que se funde con la vida, simbolizan el éxito y la tragedia, la decadencia y la caída, el alcoholismo y la locura. Y demuestran, como Rimbaud o como Salinger, que la literatura necesita leyendas.
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