lunes, 21 de mayo de 2007

ISADORA II

"Nací a la orilla del mar. Mi primera idea del movimiento y de la danza me ha venido seguramente del ritmo de las olas…"

En esta época actual de elaboración y artificialidad, el arte de la señorita Duncan es como un soplo de aire puro procedente de la parte más alta de una montaña poblada de pinos, refrescante como el ozono, bello y verdadero como el cielo azul, natural y genuino. Es una imagen de belleza, alegría y abandono, tal como debió ser cuando el mundo era joven y hombres y mujeres bailaban al sol movidos por la simple felicidad de existir". Lo anterior, es una declaración de la prensa londinense que se refiere a Isadora Duncan, una bailarina estadounidense, quien nació el 27 de mayo de 1878 en San Francisco, California.
Obsesionada por la danza, alcanzó la perfección clásica y fue una constante innovadora; a los cinco años de edad anunció a su familia que sería bailarina y revolucionaria, y lo fue. Pudo ser pianista, pintora o poeta, pero en su danza juntó todo eso. En su arte se entrevió la sensibilidad artística de su madre, Mary Dora Grey, y la necesidad obsesiva de encontrarse a sí misma por el vacío que le dejó la ausencia de su padre, el banquero Joseph Duncan. Su nombre original fue Ángela, pero desde pequeña, influida por la educación clásica que recibió de su madre, adoptó el nombre de Isadora.
El temprano dolor por la separación de sus padres lo volcó en una intensa aprehensión de todo lo que su madre pudo enseñarle, desde el arte de la antigua Grecia hasta la poesía, la plástica y la música contemporáneas. La marcaron para siempre los recuerdos maternos, por ejemplo las clases privadas de piano con las que su madre mantenía el hogar, pero también cuando le transmitía teorías innovadoras como la feminidad, la vida seglar y el paganismo.
Todo eso iba configurando el espíritu libertario de Isadora. Alguna vez, cerca de la playa, los vecinos vieron a la solitaria niña imaginando y creando movimientos con sus manos y sus pies, jugando con las olas y desarrollando la belleza de su cuerpo.
La escuela le pareció una cárcel, por eso la abandonó. Su verdadera educación fue escuchar cotidianamente a Beethoven, Schumann, Schubert y Mozart. El ritmo y la sensibilidad reverberaban en su alma. A los seis años reunió a varios vecinos para mostrarles, con sus gestos, el movimiento del mar.
Cuando fue adolescente, una bibliotecaria la ayudó a interesarse más en la literatura y la filosofía. Basada en la imaginería romántica de Keats, el realismo poético de Whitman y la crudeza de Nietzsche, forjó su propia teoría de la danza. Desde 1897 estudia los movimientos de la danza griega en jarrones de la época clásica conservados en el Museo Británico de Londres. Basándose en esta investigación, organiza un baile que presenta en Londres y varias ciudades europeas. A los 17 años viajó a Nueva York ingresó a la compañía de A. Daly.
A los 19 años, en Nueva York, conoció al dramaturgo Augustin Daly, quien le abrió las puertas para presentarse en varios escenarios. El resto fue una sucesión de asombros, incertidumbres y éxitos. Los críticos no soportaban ver a una mujer irreverente que bailaba descalza, con una túnica y sin maquillaje, pero admitían que en su danza había un arte original y apasionado. El éxito obtenido en Inglaterra le abrió las puertas de los principales teatros europeos, recorriendo Francia, Italia y Grecia. Sus ideas influyeron en la compañía de danza de Serguei Diaghiley; en 1902 compra cerca de Atenas la colina de Cópanos para establecer un templo de la danza, proyecto que no concluyó por cuestiones económicas. También realizó actividades de beneficencia.
Regresa a Berlín e inicia una modesta escuela de ballet, en 1913 interrumpe sus actuaciones pues sus dos hijos perecen ahogados. Luego trata de fundar sin éxito su escuela en distintas ciudades europeas; en 1921, por invitación del gobierno soviético, radica en Moscú. Al año siguiente contrae matrimonio con el poeta ruso Serguei Esenin, quién se suicida en 1925.
En 1926 publica "Mi vida"; su capacidad de innovación artística fue extraordinaria, así como dolorosa fue su vida. "La ninfa", además de su belleza, poseía un poder de seducción que la mantenía rodeada de amigos, entre los que se contaban intelectuales, pintores y poetas, así como de numerosos admiradores que deseaban conocerla. La cautivación que ejercía entre los que le rodeaban, determinó que empezaran a ligarla amorosamente con múltiples pretendientes y pronto surgió el mito de que Isadora acarreaba la desgracia a las personas a quienes amaba.
Si la separación de sus padres fue el pesar más agudo en su infancia, luego la esperarían dos hechos aún más trágicos: la desaparición de sus dos hijos, ahogados en el río Sena, en 1913, durísimo golpe para la Ninfa; y su propia y absurda muerte, en Niza, el 14 de septiembre de 1927, cuando su bufanda se enredó en el volante del auto que manejaba. Fue así cómo la danza perdió a una de sus cultoras más originales y revolucionarias, tal como ella, cuando niña, se prometió a sí misma y al mundo. En 1928 aparece la obra póstuma "El arte de la danza", escrita por Isadora durante su refugio en Niza, con el deseo de proporcionar un compendio de sus enseñanzas, la cual es considerada obra clásica del género.
Sólo la danza, nada más. La danza del espíritu, como ella decía. Porque estaba convencida de que no era su cuerpo el que bailaba, sino su esencia, su alma, su interior. Fue un ser libertario que jamás sucumbió a los formalismos y que no se dejó encasillar. Una de sus innovaciones fue la libre interpretación de partituras no escritas para ser bailadas, como las de Schubert o Chopin.
Entre sus amores estuvieron Iván Miroski, Oscar Berege, Heirich Thode y Edward Craig. Con ninguno se comprometió, porque le gustaban las relaciones libres. Pero sucumbió ante el poeta ruso Serge Esenin, cuya relación fracasó estrepitosamente. Pero nada impidió que difundiera su arte por el mundo. Creó escuelas en Francia, Alemania y Rusia, y sentó las bases de una danza que se alejó de lo clásico y se opuso a las técnicas de enseñanza tradicional.
Isadora mantuvo su peculiar postura ante la vida: se consideraba atea, practicaba el amor libre y manifestó una opinión positiva acerca de la Revolución Rusa. Su concepto estético reivindicó el culto, el rito y la naturaleza del cuerpo. Tal como fue la enigmática personalidad de la Ninfa. Su amor por el arte rebasó su propia existencia, pues jamás permitió que la pareja, la familia o las necesidades económicas obstaculizaran sus planes de ''hacer la revolución'' en la danza.

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